De las muchas posibles concepciones de la supervisión (revisión técnica, indagación de las dificultades y recursos del terapeuta- y no sólo de los principiantes-, planteamientos de alternativas de proceso y de tratamiento, etc.) la que más me convence es la de “terapia del terapeuta” en expresión de Annie Chevreux (1991) porque alude al espacio de autoobservación, conciencia y transformación que todo profesional del acompañamiento terapéutico necesita para recobrar confianza, presencia, salud y transparencia.
El acto de impartir terapia es, además de una forma de ganarse la vida, una ocasión privilegiada para el autoconocimiento. Si en Gestalt decimos que el terapeuta es su propio instrumento, es decir, que se usa a sí mismo como catalizador del proceso de conciencia del paciente, conviene atender con exquisitez a dicha herramienta para que no se queme, se atore, se mecanice…y pierda su profundo sentido de contagio actitudinal a favor del crecimiento y del cambio.
Precisamente para esto sirve la supervisión (además de todo lo referente al afinamiento teórico-técnico del profesional): para que el terapeuta actualice su atención, ilumine sus áreas de sombra ( emocionales e intelectuales) y recupere ligereza y frescura en los procesos en los que esté inmerso. Se ha señalado también la importancia de la supervisión para diluir los introyectos de la formación: lo que se debe/no se debe hacer, la actitud adecuada, la intervención ideal que tanto pesan en los hombros del principiante y que la práctica se encarga de cuestionar y relativizar. La supervisión favorece precisamente esta travesía de lo ideal a lo posible y esto afecta a partes iguales a los dos componentes del encuentro: paciente y terapeuta aprenderán a encontrarse con los límites de la situación y la potencia de la interacción…Y la supervisión es el espacio de intimidad donde el profesional enfoca, comparte y toma conciencia de sus puntos ciegos, sus zonas de ambivalencia e inseguridad y sus excesos de cautela o de ambición.
PACO PEÑARRUBIA